Incontables sonidos, casi imperceptibles, bailaban a su alrededor.
Podía percibir, en cada poro de su piel, ese martilleo constante, cosquilleándola sin descanso. Una locura cotidiana, aceptada, que la envolvía en una especie de crisálida de absurdos, mientras su núcleo vibrante pretendía chillar, saltar, echar a correr, embistiendo cualquier cosa a su paso, hasta llegar a no se sabe dónde, huyendo de la vida misma.
Pero no se movió.
No podía.
Un algo, indefinido, desconocido, nuevo, la amarraba a la silla.
Sus brazos, sentados en la mesa, a todo lo largo de la mesa, sus palmas absolutamente abiertas. Solamente mirando.
El lugar olía a buen café, a croissants de mantequilla y patatas bravas.
La gente entraba y salía saludándose, con esa familiaridad de los habitantes de pueblo, pero allí estaba ella, entre conocidos, ajenos a ella misma, cada uno con su historia personal e importantísima, sintiendo un pesado vacío. Otra vez.
Mariela era una mujer menuda y delgadita, suave en las formas y en las maneras, propensa a la lágrima y a los temas musicales de melodías románticas, pero no a tomar, ni tan siquiera café en los bares.
Harta ya de llevar ese peso que presionaba su centro corazón y sin darse cuartel a la reflexión, se levantó y con paso decidido se dirigió al alguacil que, apoyado en la barra, se tomaba su carajillo del mediodía y le dijo: “Yo maté a Pepe Cenela”.
Fue entonces cuando el reloj de pared del Café de Bartolo se paró, y nunca más hubo manera de que volviera a dar la hora a nadie. Nadie parecía haberse dado cuenta del detalle, excepto Mariela.
Que el reloj se parase justo en ese momento la cambió un poquito más.
Dio media vuelta y volvió a su asiento en espera de que la arrestasen.
Sacó del bolso un pequeño espejito, un labial rojo y un peine de púas negro que dejó sobre la mesa; se arregló los rizos, retocó el carmín de sus labios con calma, en un tempo legatto e igual al del oficial, que se llevó a los labios su carajillo, acabándolo y disfrutándolo mientras la miraba de soslayo.
A Javier Romero, el alguacil, le gustaba esa mujer, a pesar de que en el pueblo las malas lenguas no hablaban precisamente “rosas” de ella. Sin embargo, de siempre le pareció buena persona, por eso la confesión le sonó rocambolesca y no veía por dónde tomarla. Sin embargo, una confesión era una confesión.
El joven, llamado también “el Cristos” por su aspecto de profeta y sus ojos que parecían siempre querer abrazar a quien observaba, le hizo una señal a Bartolo, el dueño del café, que se había quedado con el vaso en la mano, a medio secar y con la boca abierta. El buen hombre asintió quedo con un amigable ladeo de cabeza.
Javier, finalmente, se puso en pie, ajustó la cintura de su pantalón y su chamarra, y a paso lento se fue acercando a la mujer que lo miraba con unos enormes ojos de color de campo.
Con el semblante taciturno, nervioso y sin tener para nada claro qué decir e incluso qué hacer, se paró ante ella, que, como ya estaba preparada, se lo puso fácil y le dijo:—Estoy lista. ¿Nos vamos?—
Mariela parecía serena.
La miró desconcertado y pensó que, si la vida le permitía, le gustaría conocerla de todas, todas y que ¡menuda la mala suerte, jugándole esas cartas! Salieron tranquilos, juntos, dando más la impresión de una parejita saliendo de un café, tras una primera cita, que una detención, por supuesto asesinato.
Unos meses atrás, habían encontrado muerto en la cocina de su barraca, con un cuchillo de cocina clavado en la espalda, a la altura del esternón, a Pepe Cenela, también llamado “El Negro Gómez”.
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Maravilloso relato lleno de sensibilidad ...